Los filósofos detrás de Putin: los ideólogos de la tiranía, parte II
Columna de Minerva McGother
En Rusia, los tanques no marchan sin ideas. Desde hace años, Vladimir Putin no solo ha consolidado su poder mediante el ejército, los servicios de inteligencia o la censura. Lo ha hecho también rodeándose de una mitología intelectual que justifica su régimen como la restauración espiritual de una gran Rusia ultrajada. Detrás de ese relato hay nombres. Pensadores que susurran al poder lo que quiere oír: que Occidente está podrido, que el liberalismo es una enfermedad, y que Rusia debe salvar al mundo… incluso si eso implica destruirlo.
Esta es la historia de esos ideólogos. No son burócratas. Son profetas, teólogos y románticos oscuros. Y sus ideas están moldeando la geopolítica del siglo XXI.
Aleksandr Dugin: el hechicero del imperio
Dugin es el más conocido y el más radical. Con barba de viejo ortodoxo y verbo de mesías, ha pasado décadas construyendo una doctrina a la que llama la cuarta teoría política. Una mezcla de fascismo reciclado, misticismo eslavo y geopolítica paranoide. Dugin cree que Rusia no es un país, sino una civilización. Que su misión histórica es enfrentarse a la decadencia de Occidente —la “civilización del mar”, según él— desde una “civilización de la tierra” arraigada, tradicional y brutal.
Para Dugin, la democracia liberal es nihilismo. Los derechos humanos son un disfraz del imperialismo estadounidense. Y Putin, aunque no siempre le ha hecho caso, encarna para muchos su ideal del katechon, el soberano que contiene el caos y retarda el Apocalipsis.
Occidente ve a Dugin como un excéntrico. Pero sus libros están en las academias militares rusas. Sus frases han sido citadas por oficiales. Su hija fue asesinada por un atentado atribuido a opositores pro-ucranianos. Dugin no solo escribe: participa en la guerra simbólica de Rusia contra el mundo moderno.
Ivan Ilyin: el santo laico del putinismo
Menos ruidoso, pero más influyente aún, es Ivan Ilyin, un filósofo ruso del siglo XX exiliado por los bolcheviques. Ilyin defendía la idea de que Rusia no necesita democracia ni pluralismo, sino un Estado fuerte, guiado por valores espirituales cristianos y un líder que encarne el alma del pueblo. Su obra estuvo olvidada por décadas, hasta que fue rescatada —literalmente— por Putin, quien ordenó repatriar sus restos y ha citado sus textos en varios discursos.
Para Ilyin, la libertad no es elegir, sino obedecer voluntariamente al bien común, encarnado por un poder legítimo. Es una filosofía de la sumisión decorada con incienso ortodoxo. En su lógica, la disidencia es traición, y el pluralismo, una forma de corrupción.
Putin ha adoptado este marco como justificación ideológica: Rusia como una nación asediada por enemigos internos y externos, que solo puede sobrevivir unida bajo un líder fuerte. Él mismo.
El Zar del siglo XXI
Putin no se presenta como ideólogo. Pero absorbe ideas como un reactor lento. Ha usado a Dugin para construir un relato de guerra civilizatoria. Ha usado a Ilyin para blindar su autoritarismo con barniz moral. Y ha usado la nostalgia imperial —de los zares y del soviético más frío— para consolidar un culto personal más profundo que cualquier partido.
Este aparato ideológico no es decoración. Justifica invasiones. Persigue a minorías. Encierra a opositores. Y alimenta un nacionalismo que no teme destruir Ucrania en nombre de salvarla para Rusia.
Putin no es un accidente. Es el producto de una cultura intelectual que ha decidido que la democracia es un error y que el poder absoluto, si es espiritual, es justo.
¿Y si esta filosofía se impone?
Si el modelo ruso triunfa, veremos una nueva era de autocracias no justificadas por la eficiencia —como propone Thiel—, sino por la trascendencia. Líderes que no gobiernan para gestionar, sino para encarnar el destino. La verdad dejará de importar: lo que importará será la pureza del relato.
Occidente ha subestimado estas ideas. Pero las ideas no necesitan ser verdaderas para ser peligrosas. Solo necesitan ser útiles para el poder.